Catecismos de la técnica
- David Lane
- 26 dic 2021
- 3 Min. de lectura
Pocas ideologías han sufrido tanto la erosión de la historia como la ideología ilustrada. Nacida bajo el signo del éxito, pequeña superdotada de cabellos rubios que venía a salvarnos del oscurantismo, las cadenas y las tinieblas, vio sumirse a sí misma en la nada después de desastres inconcebibles como los que recorrieron el siglo XX; incapaz de responder con sus propios argumentos ante el sainete tragicómico que llevó a la humanidad, en última instancia, ante el altar de la guerra nuclear, engendró con ella un hijo aún más pernicioso, que es el saturno melancólico del que no conoce otro realismo que no sea el de la muerte imperturbable y el fracaso de la especie. No fue sin embargo este hijo la única consecuencia oscura de su legado; al hacer de la actividad científica una actividad justificable por sí misma, elevó a ésta sobre las demás actividades humanas, engrandeciéndola al tiempo que la extrañaba, perfeccionándola al precio de purgarla de toda sensibilidad cotidiana; la especialización del conocimiento nos convierte a todos en idiotas perpetuos y en sujetos incapaces de ejercer control sobre las instancias del saber: el resultado es que la ciencia deviene materia de espiritistas, de colegiados oscuros y de entidades despegadas del mundo en el que viven.
Cuál es entonces la relación de la ciencia con nuestro presente, con nuestros horizontes prácticos y con las capacidades de los individuos, se revela precisamente en el hecho de que los nuevos problemas que ha de enfrentar la especie en su conjunto son automáticamente evacuados a la esfera de las tareas técnico-científicas, y las soluciones que escapen a ésta eliminadas del debate por decreto. La razón es obvia: solo el especialista sabe de lo que habla, ergo solo él puede tener la información disponible que garantiza la decisión correcta. Que entre la primera premisa y la conclusión hay un abismo de consecuencias incalculables no es cosa que preocupe demasiado a quienes con ligereza rayana en la audacia han externalizado la gestión de sus tareas a entidades exteriores.
Entretanto también la posición de los sujetos implicados en el debate- lo que se ha llamado Öffentlichkeit en alemán, esa ‘esfera pública’ de la que hoy solo se puede hablar de forma cínica-, ha sufrido una transformación radical: aunque frente a los que, en la vena del anarquismo metodológico de Feyerabend, han relativizado los éxitos de la ciencia o muestran algún escepticismo respecto al tinglado técnico-científico, se les ha llamado de todo- desde magufos y supersticiosos a auténticos enemigos del progreso-, lo cierto es que aquellos que desde la opinión pública abrazan y saludan las propuestas que la civilización científico-técnica tiene para ofrecerles ante sus problemas no disponen de una mejor información que los primeros; pues la relación entre la opinión pública y la ciencia ya no es una relación entre ilustrados informados y técnicos especialistas, sino entre creyentes profanos y un conjunto de instituciones y prácticas especializadas. Esto no es sin embargo un juicio calificativo, sino una descripción de un hecho determinado por el propio devenir de la práctica científica: ¿quién puede hoy hablar de los últimos desarrollos en física cuántica y al mismo tiempo disponer de la información más reciente en torno a las innovaciones en ingeniería genética? Como es sabido, ni siquiera las ciencias, en tanto departamentos especializados, tienen una comunicación fluida entre sí. El desarrollo de la civilización científico-técnica – que no consiste tanto en su capacidad de resolver problemas o de plantear soluciones sino en la de prescribir a priori una forma determinada de entender el mundo- ha corregido también las relaciones entre expertos e inexpertos, entre aquellos que pueden opinar -sachlich, ‘técnicamente’- y los que solo pueden asistir a lo acordado en el gabinete de expertos con un gesto de aprobación. Ver en este gesto el consentimiento informado, el juicio crítico o una prueba del carácter racional del sujeto forma parte ya solo de la colección de fantasmas ideológicos que constituye nuestro mundo actual. Lo único cierto en todo ello es que – como también sucede en otras esferas de nuestro mundo administrado, como puedan ser la política, la economía o el arte- la posición del individuo al respecto es indiferente.
Tanto da quienes acusan a unos de ser indocumentados o de ir contra el progreso, como quienes hacen lo contrario, lo cierto es que la ciencia solo necesita la aprobación de un juicio a nivel estadístico, no a nivel individual: es el comportamiento mecánico de las masas, sabiamente administradas a través de los aparatos de coerción ideológicos, el que garantiza la aprobación general del procedimiento científico-técnico. En tanto vulgo, en tanto opinión pública, la diferencia entre ilustrados y no ilustrados se reduce a un juego de suma cero. Porque la relación entre individuo y ciencia no es la que existe entre el juicio crítico y la hipótesis a comprobar, sino la que hay entre el creyente y el objeto incognoscible de su fe.
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