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Racionales, razonables, perplejos

  • Foto del escritor: David Lane
    David Lane
  • 28 dic 2021
  • 5 Min. de lectura

No hay palabra que extravíe más que la palabra ‘razón’. Incluso allí donde ella debería tener al menos un significado regulativo -en la filosofía- se escinde en numerosas contradicciones y en caminos opuestos y alejados. Por una parte la idea de ‘razón’ está vinculada inexorablemente al origen y destino de la idea de ‘filosofía’; por otra parte encuentra aquella en ésta numerosas máscaras y rostros que la convierten cuanto menos en cosa de turbación y enigma. Históricamente la razón encuentra su punto arquimédico en la crítica kantiana. Hasta ese momento, la razón se ocupaba de las ideas; en la distinción de Kant entre ‘entendimiento’ y ‘razón’ se abre un sótano donde arrojar todo aquello que desde Platón había sido objeto posible de conocimiento. El concepto y la idea quedan desde ese momento disociados y la ciencia adquiere su legitimidad cognoscitiva, al saberse circunscrita a las categorías del entendimiento. La razón, que desde Platón no se había resignado a limitarse a los fenómenos empíricos, sino que había tratado con igual seriedad los destinos de los hombres y de los dioses, el mundo sublunar y la existencia del alma tras la muerte, adquiría entonces un significado totalmente distinto del que surge con Kant. La razón, que con Sócrates está más cerca de la locura que del sentido común, y que con Platón se eleva a alturas trasmundanas, es lo opuesto al entendimiento, con el que Kant quiere fijar tareas determinadas al intelecto racional. Razón y entendimiento devendrán luego, con la jaula de hierro weberiana y la civilización científico-técnica, pura ratio, racionalidad, que erige la ecuación medio-fin como única regla para la administración y dominio del mundo.


Así pues la filosofía conoce muchos rostros de la razón. Razón idealista y metafísica, razón kantiana, razón utópica, razón instrumental, razón dialéctica: en filosofía la mezcla entre el sentido común y la especulación que roza el delirio adquiere sus propias medidas y conforma sus propios cóctels con marca registrada. Las mismas preguntas que regresan una y otra vez a las cabezas de los hombres, no importa cuándo y donde, adquieren su valor universal cercano al sentido común y al sentido que afecta a cada individuo en su particularidad; pero por otra parte, la filosofía es también capaz de las ideas más abstrusas, y cuando éstas no son fundamento de aquella muchas veces surgen como consecuencia inevitable del sistema. Se trata del carácter estético de la filosofía, lo que provoca al mismo tiempo la fascinación que caracteriza su naturaleza. Se trata de la caverna platónica, del homúnculo cartesiano, del cerebro en la cubeta de Putnam, de las mónadas de Leibniz o de los mundos posibles de Kripke. Junto a la necesidad de la explicación terrena y la justificación plausible de los fenómenos, la idea inverosímil, la captación de la esencia, es decir aquello que no coincide con la totalidad de los fenómenos; esto da a la filosofía su carácter bizarro, le otorga su naturaleza excepcional, en la que enfunda las apariencias, lo sensible, lo inmediato y lo por todos conocido con la audacia, la hipótesis o la idea de la razón: a fin de cuentas, los filósofos no son también humanos, sino que son precisamente humanos. Con lo que decimos que no solo el sentido común caracteriza el sentido más común de los humanos, sino que también lo hace la especulación que se opone a aquel sentido.


A la razón platónica y hegeliana se opone pues el entendimiento kantiano; a la prosa del mundo moderno sellada por Hegel la racionalidad científico-técnica y, como pretendiente a usurpar su trono, la razonabilidad dialógica, la comunicación como último hit de la filosofía contemporánea. Hoy no se espera mucho de la razón; hoy no se trata de ser racionales, sino de ser razonables: a diferencia de la razón, que lo quiere todo, que es incapaz de renunciar a nada y que sabe cómo aplastar la contingencia de los fenómenos sin preocuparse por las consecuencias, la razonabilidad apela al diálogo, a la mesura, al compromiso, sabiendo con ello que ha de renunciar a muchas conquistas que ya no le pertenecen. El carácter paradójico de la civilización técnica se revela aquí una vez más: precisamente en un mundo dominado por la técnica, en el que cada milímetro de espacio físico constituye una adaptación o una herramienta humana, el objeto de la razón se revela inasumible y la humildad epistemológica se convierte en dominante. ‘¡Mirad, mirad cómo acabaron los últimos creyentes en la razón!’, nos dicen los razonables, aquellos que limitaron el ejercicio de la inteligencia a su expediente académico y al profesorado burocrático: miles de muertos, campos de concentración erigidos en nombre de la razón, violencia y totalitarismo, tales son los espectros que agita la bandera de nuestras luminarias razonables. Ya no nos podemos permitir tal apología de la razón, precisamente porque no podemos permitirnos erigir otro Gulag. De la misma manera que sucede en relación al desarrollo del conocimiento especializado, que no conduce precisamente a una comprensión de nuestro mundo, sino a todo lo contrario, también el dominio científico-técnico a nivel global no ha producido un orgullo del conocimiento, sino una ignorancia que, a diferencia de la socrática, se reduce habitualmente a un acto de pura impotencia o, por decirlo con las palabras de Muguerza, de perplejidad: un mundo apenas conocido, que no iba mucho más allá de las fronteras de la polis ateniense, permitió que Aristóteles y Platón soñaran con el conocimiento de la esencia; un mundo dominado por los hombres, dispuesto para los hombres, se revela como objeto de turbación filosófica y de humillación cognoscitiva.


Pero la razón no se puede amputar simplemente para dejar viva la cáscara de la razonabilidad, como tampoco ésta se puede eliminar o absorber en pura racionalidad técnico-científica. En tanto la razón se adelgaza más y más, crecen los eventos que ella no puede explicar fuera de su esfera; en la liquidación de los contenidos filosóficos y su reconversión a análisis lingüístico, el mundo se vuelve para Wittgenstein objeto de la mística. Por eso una racionalidad weberiana -como quien dice la racionalidad positivista- conduce al absurdo, pues ella ya no puede dar justificación de los fenómenos que permanecen al margen de su actividad, y por eso la razón platónica, a pesar de su discurrir especulativo, podía sentirse satisfecha y ofrecer fundamentos teóricos que han durado casi dos mil quinientos años. En suma, toda amputación de la razón conduce al incremento de la entropía y el desorden, que no es sino otro nombre para la ignorancia. Reducidos a una razón quintaesencial, los fantasmas emergen por doquier y el mundo de la vida se resuelve enigma metafísico cuando no mítico o demoníaco. La prosa del mundo no garantiza su inteligibilidad y lo propio se vuelve extraño e inaccesible: como en Tales, de nuevo ‘todo está lleno de dioses’, pero esta vez solo podemos mirar a esos dioses con una expresión de arrobo y perplejidad.

 
 
 

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