Paul Celan mirando al Sena
- David Lane
- 27 dic 2021
- 3 Min. de lectura
El malentendido no constituye un evento exterior a la práctica del pensamiento, sino precisamente una de sus cualidades; de la misma manera que la confusión, la duda, la ambigüedad y la paradoja cohabitan, mal que bien, junto a los instantes de lucidez y a las iluminaciones que ofrece la actividad del pensamiento, también la incomunicación lo hace junto a los acuerdos y las filiaciones. La filosofía ha de pasar por ese calvario clarificador que exigía Ortega de todo buen filósofo; lo evidente por sí mismo ha de ser presentado de nuevo numerosas veces, a fin de que lo que para el pensador es puro sentido común se presente como tal a ojos del oyente o del lector. A las grandes obras de los filósofos idealistas, y no solo a ellas, les precede habitualmente un prólogo que suele resultar muchas veces más sustantivo que la propia obra; el lenguaje no es un camino recto que pueda comunicar de manera cristalina el pensamiento de una cabeza y enviarlo a otra sin residuos, sino que solo logra su cometido a través de un esfuerzo que no pocas veces resulta arduo. Es verdad que hay filósofos más perezosos que otros; en rigor, el auténtico filósofo es el menos perezoso de todos; es capaz de mantenerse inconmovible en una prosa árida y estrictamente profesional a fin de controlar el devenir de sus propios pensamientos; a medida que ese filósofo se aleja de la crudeza de los problemas que implica el pensamiento, también la pereza por tener que explicar crece.
La iluminación es el camino más fácil del perezoso profesional; como Valle Inclán, Onetti o Proust, grandes encamados, el iluminado gusta de escribir sin moverse de su cama; su pensamiento no brota como concatenación lógica de argumentos bien cuidados, sino como chispa, daemon socrático, brusco agitarse de la conciencia que desemboca en la flecha, en la agudeza, en la frase afilada como síntesis de un mundo; no obstante ha de sacrificar con ello la publicidad mundana, la democratización posible del saber. Los viejos aforistas, desde los siete sabios griegos a Cioran pasando por Nietzsche, lo saben: solo aquellos que compartan intuiciones similares podrán digerir sus sentencias, habitar un mismo paisaje emocional. No es posible alcanzar esa armonía a través del mero argumento, pues la iluminación misma no es resultado de procedimientos estoicos y prosaicos. Heráclito el Oscuro no era un demócrata, sino un aristócrata: solo unos pocos pueden acceder a este club, pues no hay escaleras ni caminos que conduzcan a él, sino que su asalto exige acrobacias solo disponibles para atletas de excepción.
El deseo de ser entendidos por los otros, sin embargo, conlleva la paciencia de explicar. Explicar -frente a la iluminación autoevidente o la clarificación propia- tiene la desventaja de constituir una acción tediosa, sobria, casi como la tarea del escritor de revisar o corregir sus manuscritos frente a la de producir el texto en libertad. Pero explicar además implica otra cosa; no se agota únicamente en la exposición racional y argumental; explicar significa aceptar, de buena o mala gana, todo el aparato contextual y social que rodea a la producción del texto, y que se cifra en el respeto a una serie de reglas y procedimientos, la aceptación de un grupo de expertos o colegiados que representan el lado burocrático o institucional de la producción, y un largo etcétera de elementos, desprovistos de los cuales el texto o el pensamiento puede ser magnífico, pero no puede exigir con justicia la comprensión de los otros. Esta enseñanza no se agota únicamente en la esfera intelectual; en la esfera de las relaciones humanas inmediatas, toda comprensión no solo exige el arte y la paciencia de explicar- véase el caso de Kafka como contraejemplo- sino el aparato social y contextual que es imprescindible para que el ‘texto’ que somos llegue a su interlocutor-.
A pesar de toda la ingeniería del lenguaje el esfuerzo por conectar una mente con la otra no se puede ahorrar. El arte de pensar o producir palidece frente al arte de explicar- el arte de comunicar-, y el abismo o la distancia existente entre el primero y el último solo se traduce en perjuicio para el primero. La poesía ‘incomprensible’ de Celan, quien pensaba que la comunicación era imposible, conduce al suicidio de éste último en el Sena. Tal vez no hay nada más patético y triste que la incomunicación, pues con ella todos los bienes y virtudes a los dos lados de la interlocución son arrojados al fango o quemados en silencio. El fracaso de la comunicación es el fracaso del lenguaje. Es preferible conocer las intenciones malvadas de nuestro prójimo y la degradación posible de su alma que ignorar su contenido, que de este modo se pierde en la mismidad de lo irreproducible. Qué quería decir Paul Celan con sus palabras solo lo sabrá, en última instancia, la corriente del Sena en una noche fría de Enero.
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