Dolor y voluntad. El ciudadano Schopenhauer.
- David Lane
- 18 oct 2020
- 3 Min. de lectura
Aislado en su singularidad, desconectado de su ser social, el individuo no se comporta más que como una marioneta a expensas de sus propios deseos, anhelos y dolores. Quien mejor describió esta voluntad siempre insaciable del deseo y su correspondiente frustración, quien definió precisamente el placer como la ausencia del dolor, fue Schopenhauer, un hombre que redescubrió en sí mismo lo que significaba ser un singular arrancado de la existencia social y abandonado absolutamente a los caprichos de la individualidad. El odio schopenhaueriano hacia la humanidad se despliega como reproducción del odio hacia sí mismo; la melancolía define el proyecto del hombre y la imposibilidad su marco de actuación. En el abandono místico hacia ese yo se reduce el individuo a sus deseos, esperanzas y frustraciones; la zanahoria que guía al burro para que de vueltas en el pozo es su mejor imagen. El tedio, como figura devenida de muerte en vida, de desesperación consumada, es el paisaje de este singular que no ve proyecto en su existencia dependiente de un objeto de deseo insaciable; la muerte o la experiencia estética- así Schopenhauer- son las únicas capacitadas para abastecer este impulso de la nada hacia la nada, del deseo imposible cuya consumación real es solo espectro, representación y falsa saciedad. El individuo, que ya no encuentra en el prójimo,en la comunidad, en la familia o en la humanidad misma como familia trascendente su propio destino, reproduce las sombras de su anhelo en el claustro agonizante en el que ha convertido su experiencia de vida.
Sustitutos falsarios de una auténtica consumación, los deseos insatisfacibles que constituyen el mecanismo inefable del mercado capitalista y el corazón de la sociedad burguesa atormentan la existencia de un yo arrojado a un presente perpetuo cuyas falsas esperanzas siempre resultan traicionadas. En otros tiempos fue la esperanza de la resurrección o la vida eterna; en la sociedad burguesa, el más terrenal objeto de consumo y la propiedad burguesa. El rentista Schopenhauer, absuelto de obligaciones laborales y enemigo de los caprichos filantrópicos que caracterizan a algunos ricos, se envuelve en el manto de su soledad misántropa y certifica con resignación y dolor el trayecto inagotable de sus deseos vanos y el final vacío que lo consume. Pero esta nada puramente psicológica se transforma en Schopenhauer en doctrina: las vicisitudes del alma burgués ociosa se subliman en cosmovisión metafísica. En vez de encontrar en los males de su tiempo y en las transformaciones inauditas que con él se estaban dando el núcleo de sus percepciones, Schopenhauer vio en todo ello la fenomenología de una Voluntad universal que representaba en realidad las apetencias siempre infinitas e insatisfechas del individuo burgués.
No es de extrañar que la psicología moderna comenzara con un Schopenhauer, que pudo observar con precisión psicológica- tal y como reconoce Nietzsche- semejantes infiernos del espíritu cuando éste se ve obligado a recorrer el mismo espacio de su psique infructífera una y otra vez. En realidad, solo el individuo singular puede reconocer esos laberintos, pues su paisaje existencial está regado de ellos. Por eso no solo Schopenhauer, sino especialmente Kierkegaard y Nietzsche son los primeros psicólogos de la modernidad; y por la misma razón, los más capacitados para convertir los meandros del alma en fenómenos de esencias metafísicas más vastas. Pero esta metafísica ya no corresponde a los viejos marcos y narrativas que configuraron una vez sociedades más antiguas. La narración metafísica misma se pierde en la efectualidad del fenómeno: tal es la esencia de la modernidad. El relato deviene su propia actividad. En ese sentido, Schopenhauer es un pionero, pues aunque en el proceso del ser él solo ve la expresión de una voluntad insaciable solo interrumpida por la muerte, está describiendo sin saberlo el funcionamiento de un nuevo mundo, la nueva verdad de la sociedad naciente.
Una vuelta de tuerca más a la Voluntad metafísica nos ofrece la imagen de un nuevo ciudadano ahora transfigurado en consumidor y rehén permanente del placer- un placer que sin embargo ha de quedar en último término insatisfacible si se quiere sostener el mercado burgués-; incapaz de crear sentido a través de los lazos con otros hombres, demasiado inteligente para satisfacer sus inquietudes con los viejos cuentos de la religión o la filosofía tradicionales, el melancólico Schopenhauer se vuelve al genio y al arte en busca tal vez de un paréntesis místico o extático que lo redima de la ansiosa Voluntad. Pero tal paréntesis es demasiado breve, no basta. Hay que prolongarlo. Y es así como, sin saberlo, Schopenhauer acaba por afirmar la muerte, único asesino real de la Voluntad. “El mejor premio es no haber nacido”, dijo Sófocles. Asfixiado el yo por los latigazos insufribles de la ansiedad volitiva, el único camino para dejar de sufrir se revela como el camino que liquida simplemente la existencia.
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