Lo inerte y lo lejano
- David Lane
- 1 sept 2020
- 3 Min. de lectura
El diálogo- el a través de la palabra- fue siempre el sustrato en el que creció y bebió la sociedad civil griega, y a través del cual el ciudadano llegaba a ser lo que era y obtenía el reconocimiento de sus semejantes. El comercio con los otros, el argumento y el discurso eran los auténticos formadores del individuo- es por eso que la civilización griega es la civilización de la luz, donde lo oculto queda desvelado y donde puede florecer la razón en tanto expresión natural de aquella. Se dice que Alemania es la patria de los filósofos, pero Alemania solo ha producido filósofos de luz cuando se ha inspirado en los pueblos mediterráneos, pues de otro modo aquella nación hubiera quedado atrapada en su misticismo analfabeto y su barbarie teutónica: es el descubrimiento de la Grecia romanizada lo que hace que Goethe se convierta en un clásico y no haya sido olvidado como los poetas románticos alemanes precursores del Sturm und Drang: Klopstock, Mörike, los Schlegel. Su Viaje a Italia es el hito fundacional del espíritu ilustrado en un pueblo de raíces bárbaras y ajeno a la cultura latina. El otro gran romántico, Hölderlin, recuperó como ideal alemán la grandeza del pueblo griego antiguo, sin la cual Hiperion no hubiera sido nunca posible. Ni hablar aquí de Heidegger, quien quedó subyugado naturalmente por la magia de los filósofos presocráticos y llegó a decir que solo se podía filosofar en griego (y en alemán). La razón dialéctica de los griegos es, sin embargo, profundamente diferente a la razón monológica que se instaura con el mundo moderno, y que es su expresión natural. La comunidad perdida permanece solo como nostalgia o como elemento regulativo de filosofías que se estrellan una y otra vez contra el solipsismo constitutivo del mundo moderno. Desde Schiller hasta Habermas pasando por Marx, hay en todos los intentos filosóficos de la era moderna un esfuerzo profundo por la recuperación de la comunidad dialógica. La aparición del individuo desarraigado, arrojado al pozo de sus demonios, arrancado de todo lazo comunitario y obligado a entendérselas consigo mismo es casi una obsesión en la literatura de los últimos doscientos años, y que podemos rastrear desde los Nietzsche y los Strindberg hasta los Ionesco, los Beckett y los existencialistas franceses. Incluso toda la epopeya marxista tiene una mirada echada a esa comunidad futura en la que la razón dialógica determina la razón monológica e individual: no hay emancipación del proletariado que no implique la producción de comunidad. Si la aparición de la comunidad implica el florecimiento de la razón, su desaparición produce naturalmente lo contrario.
Absueltos de sus lazos con la comunidad, los individuos ya no pueden creer en un proyecto colectivo y la razón debe buscarse en uno mismo: es el fracaso de la razón dialéctica y su sustitución por una búsqueda sin fin en los precipicios del espíritu; el intercambio racional se sustituye por el monólogo desesperado, la afectividad común por las morbosidades y las patologías del yo; la alegría compartida por el narcisismo solitario. Obligados a vivir en una suerte de imperio que rige leyes comunes, nadie puede decir sin engañarse a sí mismo que se siente vinculado a ese proyecto. La comunidad atómica en la que vivimos, compuesta por una yuxtaposición de individuos aislados entre sí, se percibe y se siente como un cuerpo extraño, la imposición de una voluntad exterior que de algún modo hay que sufrir como se sufren las leyes naturales. El individuo deja de reconocerse en el cuerpo social, que observa ahora como una maquinaria ajena y autónoma, como se observan el cielo y las estrellas: con respeto y reverencia por su necesidad y universalidad, pero con la indiferencia de quien se encuentra ante lo inerte y lo lejano.
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