Poder fundante y aura
- David Lane
- 2 nov 2020
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En cierto modo, nuestra tradición es ceniza, que solo se puede invocar al precio de ser traída al presente en forma de pastiche-Jameson-. La consecuencia inmediata de esta afirmación es que toda profesión de fe se torna espectáculo dantesco en un presente que tiene como característica la conversión de todo lo sólido en elemento sustituible de un discurso cualesquiera. A ello no solo han contribuido las transformaciones decisivas de los últimos siglos, sino también un estado de ánimo general cínico expresado especialmente en la política y el periodismo, verdaderas artes representativas de nuestro tiempo. Esto era de esperar en un momento en el que la ideología ya no era necesaria, pues no había dogma alguno que preservar. Sería razonable imaginar que el cinismo creciera día a día, que el antiguo pudor por 'salvar los fenómenos' en sentido moral quedara poco a poco obsoleto. Expulsados de su antiguo aura, por utilizar el término de Benjamin, las antiguas representaciones morales quedan expuestas en su fragilidad y desnudez; se han sacado los dioses a la calle y se ha contemplado su forja mundana de cerámica y madera. Pues junto a la autoridad moral y la violencia, la inefabilidad es una de las propiedades esenciales de aquello que tiene poder fundante. Por eso Heidegger quiere ver en la formulación hölderliniana - “lo que permanece lo fundan los poetas”- la última guarida de aquel poder en tiempos de penuria. El totalitarismo aparece aquí como consecuencia necesaria a la vez que como fenómeno que revela la intensidad del poder fundante y su violenta naturaleza.
Fascinado por el nuevo prodigio de la técnica y las posibilidades democráticas de un poder que antes era privilegio de esencias auráticas y trascendentes, Benjamin quiere pensar un nuevo poder fundante desde abajo, y precisamente desde aquel estado de cosas en el que se había liquidado toda posibilidad de pensar lo fundante mismo. Pero la reproducción de la obra de arte en sus múltiples copias y el montaje del cine no produjeron la carcasa espiritual de una revolución proletaria, sino simplemente lo que ya anunciaban desde el principio: la eterna repetición de lo mismo, la consolidación de la copia, la expulsión definitiva de lo aurático y por lo tanto de sus propiedades fundantes. Tal vez la mayor ilusión de la modernidad haya sido tratar de concebir lo fundante en la prosa de la historia, la autoridad y legislación religiosa en el tejido puramente social de la vida civil. Pero no otra operación exigía también la religión del concepto puro hegeliano. Ni siquiera, como se sabe, tal cosa fue lograda por los experimentos socialistas del siglo XX: de Mao a Fidel, de Lenin a Stalin, tuvieron que operarse santificaciones, canonizaciones de mártires y elevar estatuas sagradas a aquellos que desde la noche eterna velaban sin descanso por nuestro progreso y bienestar. Fundar lo absoluto en lo concreto, representar lo aurático sin aura, no fue algo sucedido en nuestro siglo precedente, sino precisamente una tarea aún no lograda, un evento del cual las fuerzas humanas no han sido hasta ahora capaces de dar testimonio, a pesar de las promesas ardientes del superhombre nietzscheano y los hitos científico-técnicos de los dos últimos siglos.
Paradójicamente, solo el capitalismo ha logrado algo parecido: en su retiro del poder fundante explícito, ha conseguido convencer a buena parte del mundo de que él mismo es precisamente lo fundante. En su afirmación de que no hay postulados trascendentes y que es preciso dejar que el mercado se regule a sí mismo, ha conquistado la imaginación productiva de aquellos que ahora solo ven posible la reproducción infinita de la sociedad capitalista. En su obcecado y radical relativismo, ha perpetuado la idea de que solo el dinero, el negocio y la oportunidad representan valores universales, siempre disponibles, no importa si hablamos de Pekín, de Sao Paulo o de Vladivostok. En su defensa del laicismo y la racionalidad mundana, ha elevado un imperio religioso de meta y éxitos mundanos guiado exclusivamente por el gobierno de la competencia despiadada y la irracionalidad aurática del mercado de valores. Si hay alguien aún hoy que puede afirmar que existe algo divino en este mundo, ése algo no puede ser sino la función pura y -aparentemente antiideológica- del funcionamiento del mercado global. Una autoridad que se disuelve en sí misma, una permanencia que consiste en su continua actualización; solo bajo este pensamiento doblemente dialéctico podría haber conquistado tal hegemonía la actual ideología del mercado. Su éxito no ha consistido en levantar estatuas divinas para someter a los hombres, ni en declarar a los cuatro vientos supuestas verdades superiores, sino en liberar a la humanidad de poderes explícitos para ejercer el poder ideológico únicamente desde lo material mismo, evidenciando con ello que la ideología y sus manifestaciones en la superestructura- moral, religión, etc- son en realidad carcasas del auténtico poder que mana desde el suelo de la vida social y sus relaciones inmediatas. Es en ese sentido que la ideología del mercado ha sido en la actualidad el mayor operador materialista que hemos conocido, el mejor lector de Marx, frente a una izquierda que vio solo en la carcasa del dios huido la esperanza de lograr sus sueños.
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