Sumillers de la experiencia
- David Lane
- 12 nov 2020
- 5 Min. de lectura
Bajo el eslogan propagandístico de la libertad individual, que, según un axioma ampliamente aceptado, solo encontraría sus límites en el ejercicio de la libertad individual del otro, la realidad es que en este mundo se nos obliga desde el principio a ser optimistas, a confiar en que las cosas van a salir bien, a fortalecer nuestra fe en el correcto funcionamiento del sistema. Tal obligación moral no constituye otra cosa, como se sabe, sino una estrategia más de justificación del orden imperante; pero en sí lleva al destierro a todos aquellos que, sin abandonar la razón, encuentran más caos que estabilidad en este mundo, más incertidumbre que garantías, más desolación que futuros prometedores. Por supuesto, es legítimo pensar así; nadie va a fusilarnos por ello, o no al menos de forma directa. Lo que se hace es simplemente mantener la protesta en el nivel del gusto particular, de la opinión individual, como esa función privada en que se basa hoy la libertad de expresión y que queda mutilada desde el principio a fin de evitar su potencial despliegue en acción política.
Porque exactamente aquí es donde comienzan los problemas; por eso es preciso que la esfera de la opinión- que nunca puede trasvasarse, por otra parte, en conocimiento- coincida con la esfera de lo privado, del juego, de la idiosincrasia que caracteriza la naturaleza sensorial del individuo occidental-y que constituye, no por último, su concepto de la libertad: no hay libertad que no sea libertad privada-. Pues entretanto nos hemos convertido en sumillers de la experiencia: aquí y allá hemos de evaluar tal y cual película, tal y cual almuerzo en este restaurante, tal y cual servicio público o privado. Nos movemos por el mundo como si de un banquete preparado a nuestra disposición se tratara, en el que podemos poner notas negativas a los platos individuales- este restaurante fue terrible, este producto no ha satisfecho mis expectativas- y en el que lo único que no está permitido es poner en cuestión el banquete in toto; precisamente porque tenemos derecho a ejercer nuestro juicio crítico sobre figuras particulares, ha de permanecer lo general como instancia intocable y neutra, pues ella ha expuesto, a la forma de un creador divino, todo el territorio de la experiencia a nuestra disposición- solo el sistema mismo ha de quedar de ese juicio crítico excluido-. Por eso la mejor totalidad, el sistema más perfecto, tiene que consistir en un sistema cuyos elementos íntimos tengan una apariencia tal de insolubilidad, de desconexión entre sí mismos, que no sea razonable suponer una relación entre ellos y la totalidad que los constituye desde arriba. Para ello es preciso instaurar un espacio para lo que no puede salvarse, para lo que está desterrado del éxito- pues tal destierro testimonia la independencia de destinos de cada uno de los miembros del sistema, ergo su libertad constituyente-.
Por esta razón también, en el sistema perfecto tiene que haber individuos infelices, individuos desgraciados, seres sin fe. Su respuesta negativa- su existencia no subsumible, por así decir, en el sistema- es la prueba de la pluralidad del sistema mismo. Pero para mantener esa pluralidad sin que la misma resulte una amenaza o revele la existencia del sistema, tales espacios de negatividad deben neutralizarse políticamente- reducirse, pues, a una apariencia de libertad, que es la libertad impotente, en este caso, la libertad de expresión como herramienta política impotente-. Para los iconoclastas y los rebeldes, la primera opción es la de la subsunción: la absorción pasiva por el sistema, la transformación del escéptico en consumidor activo, en evaluador de los productos del sistema. Hay suficiente campo de experiencia y libertad en este mundo- se diría- que resultaría absurdo e incongruente expulsarse a sí mismo de sus territorios. En cualquier caso, si finalmente tampoco esto es una opción – la pobreza material no permite, en efecto, la subsunción del individuo en el proceso permanente de consumo- toda la maldad o injusticia del mundo no expresaría, en último término, sino el carácter plural y libre de nuestra sociedad y sus instituciones: en efecto, solo en una sociedad orwelliana o en un mundo feliz se han podido expulsar para siempre el mal, el crimen, la pobreza y todo lo que no hace a los seres humanos hallarse en un estado de felicidad continua: por eso el sol perpetuo del bien tiene un rostro irónico y macabro, que es el rostro de quien ha tenido que amputar el mal metafísico del mundo y su libertad infinita de ser a fin de cobijarse bajo los muros infranqueables de la sociedad totalitaria. Si queremos que el mundo se exprese de forma metafísica, de forma libre, hemos de dejar también que circule el mal y sus expresiones infinitas: solo así se hallará un territorio inteligible que permita entender el significado del bien y de la libertad.
Bajo este discurso, se ve que no hay sistema más metafísico que el del capitalismo contemporáneo: en efecto, la metafísica viene en él a ocupar el lugar de justificación última del sistema, convirtiendo en eterno, natural y metafísico- y por tanto, en libre- un mundo que el capitalismo no puede dominar; con ello se demuestra también que el capitalismo no puede ser nunca un sistema totalitario, pues fuera de él hay todo un universo- pero un universo del mal, del pesimismo, del fracaso- que no es producto suyo, y que sin embargo, no puede combatir, si quiere guardar la libertad individual. Tal universo es el mundo natural, el universo cósmico: él ejerce el papel de cajón de sastre donde el capitalismo puede arrojar sus fracasos, sus rebeldes y sus injusticias, para lavarlas y devolverlas convertidas en un producto de la naturaleza y del cosmos inconsciente.
Pero el universo cósmico es también el universo de la desolación absoluta, el espacio donde la acción humana se convierte en inútil o imposible. En cierta manera, y no por último, representa la amenaza última que el sistema tiene reservada para aquellos que, a pesar de todas las opciones disponibles, persisten en negar la libertad garantizada por nuestras instituciones democráticas. Quien no quiera convertirse en un sumiller de la experiencia, puede si quiere arrojarse a ese vasto sistema cósmico en el que solo rige la ley natural, que no conoce diferencia entre bien y mal, justicia e injusticia, finitud e infinitud. A fin de cuentas, tales fracasos son necesarios para garantizar la pluralidad democrática del sistema: con el fracaso del rebelde, con la derrota de quien niega la legitimidad existente, se expande el área de libertad concedida por el sistema para sus ciudadanos, se refleja la variedad de la experiencia producida por el sistema capitalista : porque el mal es para el capitalismo no solo una de sus (in)deseadas consecuencias, sino sobre todo una de las condiciones imprescindibles de la libertad.
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